sábado, 15 de octubre de 2011

Pro: Los niños son una excusa para ir al parque

Me encantan los parques, pero en plan parquegradedenarices tipo Retiro, Central Park o Tiergarten. Me encanta pasear sin rumbo, sin ruidos (esto último en el Retiro ya está más jodido, porque hay toda una serie de bandas sonoras ambulantes que para que te cuento), respirar el olor de los árboles y pisar las hojas secas. Todo muy bucólico-pastoril, vaya, pero me chifla.

Paseaba el jueves por Tiergarten, que es una preciosidad de sitio, y tranquilito, si no fuera por la cantidad de bicicleten que tienes que sortear, que en lugar de Berlin, parece eso el Tour de Francia. El fallo debía ser mío, que soy una incívica y no respetaba la zona de carril bici, pero es que en medio del parque no había... o yo no lo encontré... Y que hacía un frío considerable para el mes de Octubre, a mi me pareció que se pelaban los pollos, a alguno de los autóctonos podías verlo en mangas de camisa... Pasear con frío bien abrigadita... Ummmm....

El caso es que iba yo misma conmigo misma encantada de conocerme cuando llegué a la altura de un abuelo (presupongo lo de abuelo) con sus tres nieten. Y pensé, mira coñe, igual que en España, que tierna estampa, un abuelillo con sus nietos en el parque... Aunque, ahora que lo pienso, puede que el abuelo cobre a sus hijos por el servicio de cangureo, en Alemania todo es posible y sorprendente, y conozco algún caso de hijos que pagan a su madre por cuidarle los niños (absolutamente incomprensible para mi persona pero para ellos (los germanoides) de lo más logico).

Los niños, de unos seis y tres años (presupongo también, que para sacar la edad a los niños soy muy mala) más un algo indefinido metido en un carrito con capotita. Creo, a juzgar por sus ropitas, que los dos mayores eran niños, aunque esto tampoco es seguro, si hay un pais donde ponen cosas raras de ropa a los niños, ese pais es... Alemania. El abuelo, pues el modelo alemán estandar. Alto, grande, de manos grandes y con vozarrón.

Vozarrón que utilizó con contundencia para llamar al orden a los niños. Su pecado: separarse de él como un metro más o menos. El cabrón del abuelo quería llevar a los críos a sus flancos, en perfecto paso sincronizado con el suyo. Los niños vieron que había un estanque a la izquierda y determinaron sus pasitos hacia allí. Ante la primera llamada, se quedaron parados en seco, miraron al abuelo y... en un alarde de desobediencia que jamás había visto yo en un alemán, siguieron corriendo hacia el estanque. Dos pequeños alemanes desobedientes retando a la autoridad, eso no se ve todos los días. Llegaron a la orilla y todo, pero para entonces, el abuelo ya les había alcanzado, no sin antes aparcar debidamente el carricoche al borde del camino. Yo, que observaba la escena, sentí un sentimiento de lástima infinita por los dos pequeños kamikazen, en el ambiente se palpaba la tragedia.

Y pimpalo, chorizo de cantimpalo (o currywurst, en este caso le va más), el abuelo les encasquetó sendos azotes en sus traseritos, jerárquicamente, por supuesto, primero al más mayor, luego al mediano. Educación prusiana le deben de llamar a eso. No hubo cruce alguno de palabras, ni mala uva, ni llantos, ni nada. Los críos volvieron a sus puestos a derecha e izquierda, y aquí no ha pasado nada. Yo me quedé flipada, no por los azotillos (cuántos no habré recibido yo...) sino por la total tranquilidad y normalidad de todo el evento. Me debí quedar mirando con cara de bastante gilipollas, porque el abuelete me lanzó una mirada de esas que vienen acompañadas del típico rapapolvo germano. Me dijo algo, en mal tono, de lo que no entendí nada pero que debía ser algo así como: Y tu que coño nos miras a mi y a mis nieten? Quieres cobrar tú también? Qué puñeta haces tú aquí con esa pinta de ausländerin y perdiendo el tiempo en horario laboral?


Y entonces caí en la cuenta. Estaba paseando por medio del parque a las doce y media de la mañana, y era la única persona sin bicicleta, sin cartera portadocumentos y cara de llevar prisa por volver al curro del descanso para comer y sin críos a mi cargo. Es decir, una puñetera persona ociosa que pasea por placer. Si llevase un par de niños, en cambio, ya no sería una paseante desastrada, sino una mamá maravillosa que después de recoger a los hijitos del cole, les da un paseo para que cojan la comida con más ganas. Me sentí como una faja en medio de una convención de nudistas. El abuelo de los cojones me había jodido el paseo pero bien, el muy cabrito. Esa mirada suya me hizo más daño que un bofetón, le deseo que los nietos se le porten fatal y no le coman, y le monten el Cristo en el supermercado cogiendo huevos kinder sin permiso y le hagan cagarse de la vergüenza cruzando los semáforos en rojo.
Porque si algún día tengo un hijo, o dos o los que sean, les llevaré al parque a pasárselo bien, a que corran, jueguen y disfruten sin molestar a nadie y respetando las normas. Pero que jueguen, corran y brinquen. No a entrenar con ellos desfiles para el día de las Fuerzas Armadas.

Lo dicho, si a un parque vas con nenes, parece como que tienes más derechos y libertades, como que posees un buen motivo para estar allí. De momento, mientras sopeso el tema, me voy a ir agenciando una bicicleta, que tiene, con respecto a los niños, la ventaja de que no hay que cambiarle el pañal y la puedes dejar aparcada en cualquier sitio aunque el invierno venga frío, que no se va a acatarrar.