sábado, 24 de septiembre de 2011

Contra: Los niños hacen ruido

Pues si, es un gran argumento en contra de la maternidad. Los niños pueden ser, y lo son, terriblemente ruidosos. Y eso es super molesto, la verdad. Me sacan de quicio los churumbeles cuando les da por berrear. Se ponen colorados y sudorosos, y la mayor parte de las veces no se que hacer ni que decirles para que se tranquilicen. Me quedo quieta y espero a que se resuelva la crisis o bien se conviertan en una versión roja del Increible Hulk.

Y si, tengo que reconocerlo aunque las autoridades competentes actúen en consecuencia, muchas veces paso unas ganas terribles de darles un guantazo. No lo hago, por supuesto, para empezar porque no son míos. Porque, atención a la teoría de mi madre, a los niños sólo se les puede cascar si son propiedad de una. Los niños ajenos ni se tocan. Como mucho le puedes decir a la madre algo así como: "Está nerviosito" cuando en realidad quieres decir "O se calla o lo mato". Pero claro, las madres, por lo general, la mía es una excepción, les suelen tener bastante apego a sus criaturitas, y no les gusta que se las amenacen.

Por otro lado, además de ruidosos son, digamos... sonoros. Me encanta cuando balbucean, esos soniditos que hacen, y lo contentos que están de comunicarse y decirte algo, algo que sólo entienden ellos, superimportante y divertido. O los ruiditos que hacen al comer, o cuando aprenden a beber agua del vaso, y sueltan ese suspiro de satisfacción al terminar. O los pasitos leves y rápidos cuando corretean de un lado para otro. Y cuando se ríen, me encantan. No se cortan nada y se ríen de verdad, con esa risa sincera y auténtica que con los años vamos perdiendo, por eso de ser correctos y no reír a carcajadas que es de mala educación.

Me gustaría llegar a mi casa y escuchar esos pasitos corriendo hacia mí para darme un besito (besito babado, sin babas es mucho menos besito). Claro que lo que no me gustaría es un bebé llorando cada tres horas reclamando alimento lacteo, o un bambino chillando en el super mientras hago la compra porque quiere un kinder, o ir en el coche y llevar en la sillita a un pequeño energúmeno gritando, que esto último lo he visto y es que sólo con imaginar que me pasa a mi ya me pongo de los nervios.

Si hubiera un botoncito... Sonido on, sonido off. O un control de volumen... Tantas cosas como se inventan ahora y a nadie se le ha ocurrido fabricar el niño con cuadro de control de sonido. Mientras me pienso si merece la pena o no, voy a ponerme en el ordenador videos de críos llorando y chillando. Como una especie de prueba de fuego. A ver cuanto resisto, y saber de que pasta estoy hecha. Si aguanto media hora seguida me premiaré a mi misma dejándome volver a ver el video de los dos gemelos que conversaban, que están para comerlos a besos y morderlos y achucharlos y de todo.

martes, 6 de septiembre de 2011

Pro: Los niños huelen bien

Este es el primer motivo que se me ocurre para tener un hijo. Que soy absurda, pues si. No lo niego. Pero es que me parece delicioso el olor de los bebés. Es un olor dulce, como a golosina blandita y comestible. 

Les coges, les hueles y uhmmmm.... es como estar en el cielo. Me chifla y me rechifla. Y claro, me gustaría tener uno propio para olisquearle cuando yo quisiera.

Cierto que a veces los niños también huelen mal. Muy mal. A miles de cosas malolientes como vómito, babas, caquitas varias, etc... 

Conclusión: los bebes huelen bien, pero no per se. Hay que currárselo para que huelan así. No parece, a priori, una carga muy pesada. He sido la mayor de mis hermanos y de mis primos, y el cometido que más me ha gustado siempre, ha sido lo de darles el baño. Es un momento superdivertido y que siempre se disfruta con los niños. Cambiar el pañal es menos gratificante, es cierto, pero también necesario para el objetivo de agradar la pituitaria.

Se me pasan por supuesto, todos los mil argumentos en pro de la higiene y bienestar del niño, por los que hay que tenerlo limpito. Claro, claro. Pero el asunto a tratar es si merece la pena tener bebés, y una de las razones importantes para mi, es el maravilloso olor que tienen. Un olor que hace que te olvides del horror de día que has tenido, de lo cansada que estás, de lo tiesa que tienes la cuenta y de que parece que si, efectivamente, esos días en casa de los abuelos te han hecho coger peso y lo notas en que te aprieta el vaquero.

No se yo si tener un hijo como una especie de recurso de aromaterapia es lo más adecuado. Lo mismo me estoy equivocando, y en lugar de un crío lo que tengo que agenciarme es una cajita de esas con botecitos muy monos con aceites que pones en el quemador y te quedas tan a gusto. Hay una tienda, con dependienta pija incluida, cerca de mi casa en la que las venden. Me pasaré por allí, mientras me voy decidiendo.




Se le va a pasar el arroz...

Esta frase la habré oído cientos de veces en boca de mi abuela, de mi madre, mis tías o de alguna otra mujer, que miraba con lástima y como de reojo esa chica sin hijos y de una edad, para ellas, avanzada y en el límite biológico para tales fines procreativos.

Crecí con la sensación de que lo del arroz era algo importantísimo. Vamos que ya podías tener cuidado con el tema, porque como se te pasara, la habías jorobado. Toda tu vida de mujer era un "no pasasársete el arroz". A tal fin, y desde tu más tierna edad, te tenías que ir preparando, para ser una mujer como Dios manda, una mujer de provecho.

El asunto se iniciaba desde que entrabas en el Jardín de Infancia. Tenías que estudiar mucho (y qué coño se estudia en el Jardín de Infancia, me dirán; pues no me acuerdo, pero la cantinela ya me la decían) para ser una mujer de provecho, con tu carrera y criar a tus hijos. Que si no estudias tendrás que repetir, y luego se te pasará el arroz.

Si, señor, toda una carrera contra el tiempo, con tres años y ya era una pobre niña angustiada por el posible fracaso escolar, que derivaría sin dudas en no encontrar jamás un hueco en el mercado laboral, con lo cual, (¡Oh, Cielos!) pasaría a no poder tener nunca jamás hijos, o a la degradación (para mi madre, mil veces peor) de estar dependiendo económicamente de mi marido.

Yo a los tres años, como se comprenderá, no tenía ni carrera laboral, ni marido, ni nada; por no tener no tenía ni Barbie, que a mi madre no le dio la gana de comprarme una hasta que no cumplí diez años. A los tres años tenía un par de Barriguitas, un Jesmarín, al que un primo mío le había sacado la cabeza y ya no era el mismo, y unas ganas terribles de: a) Poder dar órdenes yo a alguien, b) Que no me dieran órdenes a mi.

Ahora con 33, tengo una carrera, una vida independiente, un posible padre de mis hijos, a veces puedo dar órdenes yo, aunque desde luego a mi me las siguen dando, y una madre que sigue mandando más que un General de la Armada. Pero lo que ya no me quedan son muchas ganas de traer criaturas al mundo, y conscientemente, dejo que se me pase el arroz.

En esta espiral de vida, trato de hacer un balance sobre tener o no tener (hijos). He ahí la cuestión. De eso va este blog. Lo aclaro, por si alguien pensaba que iba a hablar de cocina.